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Uruguay en la portada de Lonely Planet Argentina




La edición de febrero de Lonely Planet Argentina titula su portada:” Uruguay todo legal”, anunciando una nota dedicada a las playas de Rocha.
Desde La Pedrera hasta el Chuy, en el artículo se reseñan las experiencias de vida de la gente que eligió las costas rochense para vivir.

La nota

Voces de Rocha

Recorré desde La Pedrera hasta el Chuy de la mano de la gente que eligió las costas vecinas para encarar su vida. Surf, mucho pescado y naturaleza para donde mires.
Viajar a Uruguay es como ir a tomar el té a la casa de la abuela, que te prepara las masitas de siempre, te hace mimos y te cuenta las mismas historias desde que las tardes eran para jugar en el jardín.
Uruguay queda “en la vuelta”, como dicen ellos, y es como estar en familia, pero sin ese desgaste de lo cotidiano, sin los roces del día a día; es como estar en casa pero hace un par de décadas, sin tanto tránsito, wifi ni escándalo en la tele; fuera de carrera, pero con los valores y prioridades de la abuela tatuados hasta las capas más hondas. No es nuestro país, pero tampoco es Brasil.
Tiene playas anchas que nos gustan, atardeceres con mate caliente, parrilla y campo; tiene brisa de mar, códigos conocidos y el mismo idioma. Más allá de Maldonado, cruzar la Laguna de Rocha asegura estas condiciones. Manejamos por la Ruta 9 a través del departamento y en cada pueblo, sea La Pedrera, Cabo Polonio, Punta del Diablo y hasta el Chuy, encontramos al menos un gran personaje, alguien que habla del lugar en el relato de su historia, en la vida que elige, tanto en la soledad del invierno como en la corrida del verano, cuando a los pocos miles de rochenses se suman todos los golondrinas que llegan para cubrir la temporada y hay que trabajar fuertemente entre las Fiestas y el Carnaval para tirar el resto del año. Y aunque la meta de todos coincide en “desestacionalizar” –que las puertas de los hoteles y restaurantes queden abiertas más allá de marzo–, entre líneas se lee cierta amenaza de que la cosa cambie, de perder las horas de siesta, las playas vacías, las noches largas y en silencio. Es un riesgo que se corre cada verano, cuando el secreto sale expulsado como un chorro para Brasil, Chile, Argentina y algunos países de Europa, y devuelve a unos pocos que se animan al cambio. Acá, Rocha vista a través de las historias de sus personajes.

La Pedrera


por Martín
“Llegaron un día muy especial para nosotros: hoy se legalizó la producción de marihuana en Uruguay”, Martín Camou abre un par de cervezas frías y brinda en el aire. Su país es el primero del mundo en permitir el cultivo y la distribución de cannabis, y es en este marco de ley, al 12 de diciembre del año 2013, que las plantas tantas veces discutidas asoman por los balcones y toman las huertas y jardines de las casas uruguayas. Martín, de 24 años y barba rubia, camisa a cuadros sobre remera blanca y palabras medidas, vivió un par de años haciendo distintas cosas en Europa, actualmente da “talleres merenderos para barrios de contexto crítico” en Montevideo y surfea en cada oportunidad, casi todos los días. Martín pasa los meses de verano trabajando en el Parque Reserva Punta Rubia, las cabañas donde nos quedamos esta noche, a una cuadra de la playa. “Siempre encuentro un rato para escaparme al mar, arreglo con otro amigo que está en la misma y salimos disparados para donde esté bueno en ese momento”.
Uruguay no tiene la fama surfer de Brasil, pero viene asomando. En la Playa de los Botes, con fondo de piedra y bien resguardada de los vientos del este, hay un monumento a Vispo Rossi, el primer surfista uruguayo, un loco del mar que montaba las olas sobre puertas, colchones inflables y cualquier superficie plana y flotante que tuviera a mano. La Paloma y La Pedrera, balnearios vecinos, a nueve kilómetros de distancia, se complementan y potencian como destinos surfistas, con playas para todos los vientos posibles, olas aptas para todo el público o más exigentes, más grandes o más largas, con fondos de arena o de piedra. Hablando de esto, Martín pierde lo medido y se lanza a un monólogo ininterrumpido sobre las condiciones de Aguada, Zanja Honda y Corumbá, en La Paloma; y el Desplayado y la Playa del Barco, en La Pedrera. Dice que no tiene una preferida, pero habla de la última playa con el entusiasmo de un gran recuerdo: “La Playa del Barco tiene una excelente derecha, es una ola bien tubular, algunos le dicen ‘el trueno’ por cómo suena cuando rompe”. Los ojos le brillan. Los nuestros también. Hoy se hizo historia en Uruguay.

Cabo Polonio


por Laura
El Polonio es Parque Nacional desde el año 2009, un área de reserva natural que protege las dunas más grandes del país, lobos y leones marinos, gran diversidad de aves y la flora del monte nativo.
Pero también es un pueblo que vive, mayormente, de su versión balnearia, cuando el Polonio pasa de alojar 40 personas a más de cuatro mil, cuando se improvisa habitaciones compartidas y posadas en las casitas de los pescadores, cuando el guardaparque Alejandro Castillo hace las veces de inspector, guía y policía. Trabaja cinco días por tres de descanso durante todo el año, y asegura que prefiere la soledad y el frío del invierno a tener que andar retando a los turistas por ensuciar o quedarse a pasar la noche en carpas, algo que está rotundamente prohibido. Cabo Polonio es tierra discutida, un tira y afloje permanente donde la extracción de pinos y acacias (especies exóticas) encuentra su límite en los campos privados, donde el cuidado del medio ambiente tiene que considerar las rutinas de los pobladores y la visita en masa de los turistas, donde no hay luz eléctrica pero cada año hay más ruido de los generadores particulares, donde en teoría no se puede construir más pero cada año crece el número de camas. “El paisaje cobra verdadero sentido cuando el hombre ocupa su lugar en él”, reza un folleto de la ONG Comunidad Cabo Polonio, y es en este sentido que el Parque Nacional también se define como “Paisaje Cultural Protegido”.
Caminamos de la Playa Sur a la Calavera (separadas por unos 300 metros de piedra), donde se encuentra el faro de fines del siglo XIX. Hay casas más bien chicas, algunas blancas y azules con lindas ventanas al mar, varios caballos y la única escuela del Cabo, donde Laura Fontes, de 26 años, nacida en Punta del Este, trabaja como maestra desde hace un año. En el recreo, jugando entre las piedras a los pies del faro, hay seis chicos de entre 4 y 11 años, porque con 12 ya tienen que salir del Polonio y viajar hasta Valizas para seguir estudiando. Lorenzo Calimares, alias Pepito, el más grande del grupo, con manchas de colores en el delantal y una gorra gacha hasta la nariz, escucha nuestra charla acostado boca arriba sobre una roca y mete bocados tímidos de tanto en tanto. Cuando se le pregunta, asegura que va a vivir para siempre en el Polonio, y que de grande va a ser artista, como su mamá, o pescador, como su papá.
Laura no los pierde de vista, Pepito se queda cerca, el resto va y viene con alguna cosa contaminante que encuentra por ahí para que guarde su maestra, alguna idea loca para ejecutar por la tarde o la receta de una pizza para hacer al otro día. “Mis padres también eran maestros rurales, más o menos sabía en lo que me metía, pero el Polonio es como una isla, dependés de los tres camiones que te sacan por día o a caminar… pero son siete kilómetros por las dunas, y a veces no llegás”. En Cabo Polonio hay una maestra para todas las clases y edades, que también es cocinera y que duerme de lunes a viernes dentro de la escuela, sin luz ni agua corriente. Solo el año pasado, los chicos cambiaron de maestra tres veces. Laura resistió su primera crisis en abril, harta de calentar agua en cacharros para poder bañarse, pero el año que viene ya no sigue: “Voy a extrañar a estos gurises, son los verdaderos tesoros de esta isla”.

Punta del Diablo



por Fabio
Es difícil imaginarse a Fabio Gazzola vestido de traje, pero nos jura que tuvo una época de empresario, que exportaba e importaba cosas, que llegó a tener una fábrica de bicicletas. Nunca más. Hace 25 años que cambió el nudo de la corbata por el termo bajo el brazo, las ojotas, la pesca y el surf, aunque confiesa que cada vez le cuesta más entrar al agua en invierno, y que viene cambiando la tabla por el cuchillo: “Se podría decir que ahora tengo brazo de tenista, con muy buen revés… ¡pero de tanto cortar salamín!”, se ríe con una risa que contagia; está en el salón de su restaurante, La Boyita, donde no hay que andar de puntitas ni cuidar demasiado las formas. En las paredes hay redes, modelos de barcos, remos, pinturas de pescadores, boyas, fotos surfistas y mapamundis, indicadores todos de la especialidad de la casa: el mar. Fabio tiene un favorito de la carta, el Bacalao Criollo, hecho con carne de tiburón. Dice que este plato resume la historia del pueblo: “Punta del Diablo nació con la Segunda Guerra Mundial, porque acá hay mucho tiburón y en ese entonces se lo buscaba por el aceite del hígado, que tiene vitaminas A y D. Todavía no había pescadores, eran puros gauchos, pero se las ingeniaron para cazarlos con lazos y anzuelos. Solo se usaba el hígado, el resto del bicho se devolvía al mar. Eso, hasta que un día llegó un polaco con la receta del bacalao”.
Antes de los platos, llega a la mesa un licorcito de butiá, fruta típica de la región, y más tarde, con los raviolones de siri y de bacalao, un par de botellas de vino. Sentarse a comer en Rocha es una excusa para charlar, en ninguna cena hasta el momento la sobremesa duró menos de un par de horas. Y Fabio es bueno para contar historias. “Vine a Punta del Diablo para vivir en contacto con la naturaleza, con las olas, las ballenas, para andar a caballo por cualquier lado y aislarme un poco del mundo, esa es la verdad. No me enteré de varias guerras estando acá, y no me arrepiento, para nada. Además, tuvimos una época de oro en lo que refiere a calidad humana, por decirlo de alguna manera”. En este punto, Fabio habla sin reservas de personajes que ya no están y sobre quienes no queremos ahondar por no perturbar su sueño eterno. Y tal vez por la hora, o por las sucesivas copas de vino, la charla va derivando a terrenos más bien místicos, en los que no faltan menciones a la Laguna Negra y sus peces albinos, meteoritos que podrían impactar en la Tierra y llamados directos desde la NASA. Sin miedo a equivocarnos, Fabio es uno de esos personajes que resisten desde la era dorada de las playas diablas.

Santa Teresa



por Miguel
Miguel Aristimuño atiende el celular y recibe la noticia que estaba esperando: desde esta temporada y por tres años más es el director de Santa Teresa. Entre Cabo Polonio y Punta del Diablo, este Parque Nacional de 1.400 hectáreas es administrado por el Ejército, con su fuerte, sus playas y cabañas de alquiler, zona de camping, boliche, lagunas y jardines. Territorio estratégico si los hay, Santa Teresa llega a alojar a 10.000 personas en días de alta temporada. Miguel está contento, unos minutos antes de recibir la buena nueva nos contaba que, de todos los rincones del país donde lo han asignado, disfrutó mucho más en aquellos donde era jefe. De los uniformes del Ejército uruguayo, él usa el tipo “administrativo”, que incluye traje verde con corbata, birrete, insignias sobre los hombros y zapatos negros. “Nosotros somos oficiales combatientes, pero vamos aprendiendo a trabajar en esto del turismo. El soldado acá sirve para todo, desde cortar el pasto hasta atender al turista, cualquier cosa –Miguel enciende un cigarrillo y sigue–. Pero en Santa Teresa también tenemos nuestras maniobras, tácticas y estrategias, los nombres son los mismos, sólo que aplicados al turismo”.
Miguel nos lleva a dar una vuelta por el parque en su 4×4 blanca. Recorremos las playas, inmensas, con buenas olas en las más abiertas, ningún chiringuito a la vista; visitamos la Fortaleza de Santa Teresa, construida por primera vez en 1762 y varias veces conquistada por españoles, portugueses y más tarde por brasileños; conocemos los distintos alojamientos que ofrece el parque, que van de cabañas equipadas con todo hasta un hostel de habitaciones compartidas y parcelas para camping con o sin luz; y dejamos lo mejor para lo último, el invernáculo y el sombráculo, con plantas de todo el mundo, sombra fresca, cascaditas, esculturas y cierto aire de misterio. “No es fácil irse de Santa Teresa, yo creo que es el mejor destino que tenemos los del Ejército”, Miguel piensa en el ex director del parque, que encomendaron a Tacuarembó, tierra adentro. A Miguel todavía le quedan tres años, y contando: “Acá puede haber algún conflicto entre vecinos de carpa y nos toca trabajar con esto nuevo de la marihuana legal, que es otro tema, pero lo cierto es que uno se la pasa bien”.

Barra de Chuy



por Sonia
“El Chuy es muy distinto a lo que vienen conociendo”, nos advierte por el espejito retrovisor Sonia Morales, morocha de flequillo y pelo lacio hasta la cintura, mamá, esposa, empresaria de zapatillas. Con el pie firme en el acelerador, nos lleva a conocer este pueblo en el límite con Brasil, donde el arroyo Chuy dibuja una frontera blandita entre uruguayos y brasileños, español y portugués, las fiestas, las comidas, los estilos, la déco. Sonia y su marido tienen un parque de aguas en la Barra de Chuy, con toboganes que este año cumplen su segunda temporada, muchísimo árbol, dormis y parcelas para hacer campamento. “Hay gente que viene desde hace 25 años seguidos, que ya son parte de la familia y como tal, uno los quiere, pero a veces… son más exigentes que cualquier otro cliente, y que ni se te ocurra cambiar algo de lugar”.
En invierno, el 80 por ciento de la población fija del Chuy son ancianos, y el resto es mucha mezcla, con palestinos, libaneses y jordanos incluidos. “Las fronteras tienen una dinámica muy diferente, la población va y viene según sea una época buena o mala, todos hablamos una mezcla entre los dos idiomas, en Uruguay los 2 de febrero hacemos ofrendas a Iemanjá, que en realidad es una costumbre más brasileña, y en nuestras escuelas la mitad de los chicos vive del otro lado de la frontera”, explica Sonia, parada en un pedacito de tierra que asoma sobre el arroyo Chuy, donde desemboca en el mar. En las playas de la Barra, de arena firme, se juega al fútbol, a la paleta y se surfea con olas que entran directo del Atlántico. La bajada más popular es donde está “La Mano”, una escultura en hierro y hormigón que talló Rubén Alberti, para señalar dónde quedaba su casa a quienes llegaban por mar, pero también, al ser una mano izquierda, como símbolo de militancia contra la dictadura que gobernó el país entre 1973 y 1985 (al Chuy llegaban muchos para esconderse y después salir vía Brasil). Sonia vivió toda su vida en Chuy, y aunque dice que su gente es nómade, ella parece nacida y entrenada para los gajes de frontera. Es el lugar que ella elige, como tantos otros en Rocha, como Fabio o Martín, que se animaron al cambio, a vivir junto al mar, sin tanto intermediario hasta la naturaleza.
Fuente: Ministerio de Turismo y Deporte
Artículo publicado en Destino Punta del Este

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